Omar Cidel


Verano

Richard Vergez

Cuando se acaba el ruido pienso en ti.

En ti y en ese verano ¿aún lo recordarás?

¿Me permitirás cruzar fugazmente por tu mente?

Pienso que cuando nuestro naufrago recuerdo sale a flote, te hace sonreír.

 

 

¡Mañana!

Stefaan De Crook

Nos vemos mañana! -gritó Ignacio mientras se alejaba y agitaba la mano en el aire. 

            Nos vemos mañana -respondió Mario agitando también su mano.

           Todos los días de los últimos 3 años al termino de las clases los dos caminaban por la misma calle y se despedían en la esquina Norte. Ignacio vivía al Este con su familia y Mario vivía al oeste donde rentaba un piso.

Mario llegó a su departamento y se echó en la cama y abrazó la almohada. Estaba muy emocionado por el siguiente día, pues él e Ignacio saldrían muy temprano en el primer camión rumbo a las montañas dónde acamparían el fin de semana. Solo ellos dos, lejos de ese pueblo y de la mirada curiosa de sus habitantes.

A Mario se le hizo de noche preparando su mochila. Cenó ligero y se fue a dormir.

Un ruido lo despertó, los perros ladraban. Otra vez el mismo ruido, más perros ladrando, gritos en medio de la noche. Mario sale de la cama de un brinco y coge su chamarra, sale de su departamento y se baja por las escaleras, en el primer rellano se encuentra a la casera que le pide que no salga, regrese a su departamento y vuelva a cerrar. Son disparos, le advierte.

Mario vuelve a su departamento, el miedo empieza a crecer en su estomago. Busca su teléfono y llama a Ignacio. Mientras el teléfono da tono Mario puede sentir como el miedo inunda todo su cuerpo dejándolo helado. Este le contesta. No salgas. Te veo mañana, te amo. Es todo lo que dice Ignacio antes de colgar.

Los perros nos han detenido sus ladridos, así como los disparos no han cesado.

A la mañana siguiente y sin haber dormido, Mario sale de su departamento y se encamina a casa de Ignacio. En la calle observa a la gente caminar en grupos, el miedo se ve en sus rostros. Llega a casa de Ignacio, al ver el rostro de la mamá de este confirma su peor temor, Ignacio no está. Nadie se ha podido comunicar con él desde ayer.

Yo hablé con él a media noche -dice Mario.

Eres todo lo que nos queda de él -dice su mamá y lo abraza. Se sujeta a él como si su vida dependiera de ello. Lo abraza con tal fuerza como si buscara exprimir de su cuerpo el más pequeño rastro de esencia de su hijo. En cualquier momento la más ligera brisa de aire podría arrancar el alma del cuerpo de esa pobre mujer, así que Mario le abraza, y la sujeta a este plano material.

Pasaron muchas horas en silencio, o quizás muy pocas, no se sabe con exactitud. El tiempo se había detenido.

Se despiden con la mirada, las lagrimas habían secado sus gargantas dejándolos sin palabras.

Mario camina sin rumbo por las calles, la misma escena de la casa de Ignacio se repite incontables veces. Otras madres a las que han matado en vida.

Mario camina hasta la parada del camión, no era más que una banca a la sombra de un árbol a mitad de la carretera. Se sienta a esperar. Y espera más. No sabe qué espera con exactitud. Ignacio no llegará.

Y yo, yo esperaré por mañana el resto de mi vida

 

 

Ahora

Kristina Micotti

Los días transcurren uno detrás de otro, sin gran diferencia entre sí, un fin de semana ya no se distingue de un día laboral y los horarios para comer se han perdido completamente. La noche solo se distingue del día por la ausencia de luz y por el ardor en los ojos, un ardor que parece originarse por una arenilla muy fina que comienza a acumularse e inunda los ojos.
Fuera de eso, el día y la noche ahora son iguales.

Al despertar, por la mañana o por la tarde o a media noche, lo primero que hago es beber agua para romper con ese ayuno de las horas de sueño. He ayunado y no hablo únicamente de los alimentos, también he ayunado de las palabras. En el resguardo de mi refugio he pasado días en silencio, sin hablar con una sola persona en días, sin pronunciar una sola palabra, sin hablar en voz alta conmigo mismo. Jamás me había detenido a escuchar el silencio, imponente, constante, observando, cuestionando, cálido.

Es en este silencio y soledad que me pongo a pensar en las cosas que tuvimos y perdimos. Amistades, amores, familiares, oportunidades, pláticas, abrazos, bailar, tiempo.

Esas pequeñas cosas que tuvimos y siempre dimos por seguras, por constantes, como si siempre pudiéramos decidir sobre ellas y ser nosotros quienes las pusieran en pausa cuando nos aburrimos de ellas y pudiese esperar hasta la próxima vez que les quisiéramos usar, sin si quiera considerar la remota posibilidad de que no estaba en nosotros decidir sobre ellas. Nunca nos detuvimos a pensar que sucedería si un día perdiéramos esas pequeñas cosas y hoy su ausencia se siente de golpe.

Quizás no le dimos la importancia justa a esas pequeñas cosas por las mismas razones que no le damos la importancia justa a nuestra situación actual, por pensar en el futuro, por pensar en el pasado, por pensar en tiempos imaginarios, por pensar en cualquier escenario menos en el ahora.

Y es así como el ahora se pierde en un mar de pensamientos de cosas que no son, de cosas que fueron, y de algunas cosas que serán.

           ¿Lograremos rescatar el ahora de ese mar? ¿lograremos valorar el ahora sin compararlo? ¿Cambiaremos después de esta experiencia o acaso estamos condenados a valorar las cosas hasta que las perdemos?

        Y aquí estoy, una vez más pensando en otros escenarios, sin pensar en el ahora.

 

 

Coleccionista

Michael Landy

Y fue en ese momento que algo capturó su atención.

        Colgado del cuello de una señora de edad en la mesa de enfrente, un collar de perlas.

        Tras varios años de práctica le era muy sencillo diferenciar a simple vista las imitaciones de las perlas reales, aun más podía diferenciar las perlas cultivadas de las perlas de Mallorca.

         Y esas son perlas cultivadas y pulidas, sin lugar a dudas; deben ser de al menos 5 milímetros de diámetro, pensó; relucientes.

        Ya tenía cinco u ocho en un cajón del buró y sin mencionar aquellas que había obsequiado a sus amistades.

 

        -No las necesito -se dijo con firmeza.

        -Pero no tengo esas -titubeó.

        Su curiosidad creció, ¿el broche será de oro o de plata? No me gustan los broches amarillos.

        Con una segunda mirada pudo ver el broche, oro blanco, su favorito.

        Sería algo rápido, nadie lo notaría, un pequeño movimiento de la mano y quizás también podría tener los aretes,

        -Odio no tener los juegos completos -se retó a si misma.

 

        Y este juego, no es solamente un collar y dos pendientes, también hay una pulsera.

        -Dos minutos, cinco minutos, puedo hacerlo, ya lo he hecho -se dijo calculando la dificultad de la tarea.

        -En dos semanas es el cumpleaños de Natalia, las perlas se verían encantadoras sobre su cuello, su cuello es mas delgado y estilizado, perfecto para las perlas -se convenció.

 

        Pero no parecería un accidente, no en una reunión, en cuanto noten su ausencia se armará un gran alboroto y no quiero que arruinen mi velada solo para buscar unas perlas.

        -Natalia tendrá que conformarse con el collar -se resignó.

 

        Un amigo se dirige a su mesa a saludar, es ahora, prepara su mano, suelta la servilleta sobre la mesa y se pone de pie para saludar.

        Su mano pasa ligera sobre el borde de la silla, luego el cuello de la señora, siente las perlas tibias y pesadas.

        Coloca las perlas dentro de su bolso, mientras continúa escuchando a su amigo hablar sobre el tráfico que encontró antes de llegar.

        ¿Cuándo notará su ausencia, al mirarse en el espejo del tocador o al llegar a su casa y quitarse los aretes?

        -Disfruta la velada -sentencia.

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