Verano
Cuando se acaba el ruido pienso en ti.
En ti y en ese verano
¿aún lo
recordarás?
¿Me permitirás cruzar fugazmente por tu mente?
Pienso que cuando nuestro naufrago recuerdo sale a flote, te hace sonreír.
¡Mañana!
Nos vemos mañana! -gritó Ignacio mientras se alejaba y agitaba la mano en el aire.
Nos vemos mañana -respondió Mario agitando también su mano.
Todos
los días de los últimos 3 años al termino de las clases los dos caminaban por
la misma calle y se despedían en la esquina Norte. Ignacio vivía al Este con su
familia y Mario vivía al oeste donde rentaba un piso.
Mario
llegó a su departamento y se echó en la cama y abrazó la almohada. Estaba muy
emocionado por el siguiente día, pues él e Ignacio saldrían muy temprano en el
primer camión rumbo a las montañas
dónde acamparían el
fin de semana. Solo ellos dos, lejos de ese pueblo y de la mirada curiosa de
sus habitantes.
A
Mario se le hizo de noche preparando su mochila. Cenó ligero y se fue
a dormir.
Un
ruido lo despertó, los perros ladraban. Otra vez el mismo ruido, más perros
ladrando, gritos en medio de la noche. Mario sale de la cama
de un brinco y coge su chamarra, sale
de su departamento y se baja por las escaleras, en el primer rellano se encuentra a la casera que le pide
que no salga, regrese a su departamento y vuelva a cerrar. Son
disparos, le advierte.
Mario
vuelve a su departamento, el miedo empieza a crecer en su estomago. Busca su teléfono y llama a Ignacio. Mientras
el teléfono da tono Mario puede sentir como el miedo inunda todo su cuerpo
dejándolo helado. Este le
contesta. No salgas. Te veo mañana, te amo. Es todo lo que dice Ignacio antes
de colgar.
Los perros nos
han detenido sus ladridos, así como los disparos no han cesado.
A
la mañana siguiente y sin haber dormido, Mario sale de su departamento y se
encamina a casa de Ignacio. En la calle observa a la gente caminar en grupos, el miedo se ve en sus rostros.
Llega a casa de Ignacio, al ver el rostro de la mamá de este confirma su
peor temor, Ignacio no está. Nadie
se ha podido comunicar con él desde ayer.
Yo
hablé con él a media noche -dice Mario.
Eres
todo lo que nos queda de él -dice su mamá y lo abraza. Se sujeta a él como si
su vida dependiera de ello. Lo abraza con tal fuerza como si buscara exprimir de su cuerpo el más pequeño
rastro de esencia de su hijo. En cualquier momento la más ligera brisa de aire
podría arrancar el alma del cuerpo de esa pobre mujer, así que Mario le abraza,
y la sujeta a este
plano material.
Pasaron
muchas horas en silencio, o quizás muy pocas, no se sabe con exactitud. El
tiempo se había detenido.
Se despiden con la mirada, las lagrimas habían secado sus
gargantas dejándolos sin palabras.
Mario camina sin rumbo por las calles, la misma escena de
la casa de Ignacio se repite incontables veces. Otras madres a las que han
matado en vida.
Mario camina hasta la parada del camión, no era más que una banca a la
sombra de un árbol a
mitad de la carretera. Se sienta a esperar. Y espera más. No sabe qué espera con exactitud.
Ignacio no llegará.
Y
yo, yo esperaré por mañana el resto de mi vida
Ahora
Los
días transcurren uno detrás de otro, sin gran diferencia entre sí, un fin de semana ya no se distingue de un día laboral y los horarios para comer
se han perdido completamente. La noche solo se distingue del día por la ausencia de luz y por el
ardor en los ojos, un ardor que parece originarse por una arenilla muy fina que
comienza a acumularse e inunda
los ojos.
Fuera de eso, el día y la
noche ahora son iguales.
Al
despertar, por la mañana o por la tarde o a media noche, lo primero que hago es
beber agua para romper con ese ayuno de las horas de sueño. He ayunado y no
hablo únicamente de los alimentos, también he ayunado de las palabras. En el
resguardo de mi refugio he pasado días en silencio, sin hablar con una sola
persona en días, sin pronunciar una sola palabra, sin hablar en voz alta
conmigo mismo. Jamás me había detenido a escuchar el silencio, imponente,
constante, observando, cuestionando, cálido.
Es
en este silencio y soledad que me pongo a pensar en las cosas que tuvimos y
perdimos. Amistades, amores, familiares, oportunidades, pláticas, abrazos,
bailar, tiempo.
Esas
pequeñas cosas que tuvimos y siempre dimos por seguras, por constantes, como si
siempre pudiéramos decidir sobre ellas y ser nosotros quienes las pusieran en
pausa cuando nos aburrimos de ellas y pudiese esperar hasta la próxima vez que les quisiéramos
usar, sin si quiera considerar la remota posibilidad de que no estaba en
nosotros decidir sobre ellas. Nunca nos detuvimos a pensar que sucedería si un
día perdiéramos esas pequeñas cosas y hoy su ausencia se siente de golpe.
Quizás
no le dimos la importancia justa a esas pequeñas cosas por las mismas razones
que no le damos la importancia justa a nuestra situación actual, por pensar en
el futuro, por pensar en el pasado, por pensar en tiempos imaginarios, por
pensar en cualquier escenario menos en el ahora.
Y es así como el
ahora se pierde en un mar de pensamientos de cosas que no son, de cosas que
fueron, y de algunas cosas
que serán.
¿Lograremos
rescatar el ahora de ese mar? ¿lograremos valorar el ahora sin compararlo? ¿Cambiaremos después de esta
experiencia o acaso estamos condenados a valorar las cosas hasta que
las perdemos?
Y aquí estoy, una
vez más pensando en otros escenarios, sin pensar en el ahora.
Coleccionista
Y fue en ese
momento que algo capturó su atención.
Colgado del
cuello de una señora de edad en la mesa de enfrente, un collar de perlas.
Tras varios años
de práctica le era muy sencillo diferenciar a simple vista las imitaciones de
las perlas reales, aun más podía diferenciar las perlas cultivadas de las perlas
de Mallorca.
Y esas son perlas cultivadas y pulidas, sin lugar a dudas; deben ser de al menos 5 milímetros de diámetro, pensó; relucientes.
Ya tenía cinco u
ocho en un cajón del buró y sin mencionar aquellas que había obsequiado a sus
amistades.
-No las necesito -se dijo con firmeza.
-Pero no tengo
esas -titubeó.
Su curiosidad
creció, ¿el broche será de oro o de plata? No me gustan los broches amarillos.
Con una segunda
mirada pudo ver el broche, oro blanco, su favorito.
Sería algo
rápido, nadie lo notaría, un pequeño movimiento de la mano y quizás también
podría tener los aretes,
-Odio no tener los
juegos completos -se retó a si misma.
Y este juego, no
es solamente un collar y dos pendientes, también hay una pulsera.
-Dos minutos,
cinco minutos, puedo hacerlo, ya lo he hecho -se dijo calculando la dificultad
de la tarea.
-En dos semanas es
el cumpleaños de Natalia, las perlas se verían encantadoras sobre su cuello, su
cuello es mas delgado y estilizado, perfecto para las perlas -se convenció.
Pero no parecería
un accidente, no en una reunión, en cuanto noten su ausencia se armará un gran
alboroto y no quiero que arruinen mi velada solo para buscar unas perlas.
-Natalia tendrá
que conformarse con el collar -se resignó.
Un amigo se
dirige a su mesa a saludar, es ahora, prepara su mano, suelta la servilleta
sobre la mesa y se pone de pie para saludar.
Su mano pasa
ligera sobre el borde de la silla, luego el cuello de la señora, siente las
perlas tibias y pesadas.
Coloca las perlas
dentro de su bolso, mientras continúa escuchando a su amigo hablar sobre el
tráfico que encontró antes de llegar.
¿Cuándo notará su
ausencia, al mirarse en el espejo del tocador o al llegar a su casa y quitarse
los aretes?
-Disfruta la velada -sentencia.
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