Dulce María Negrete


POEMAS


El amor se muere

 

El amor se muere 

Y en la rama seca se deshace el nido.

 

El amor se muere.

Se acumula el polvo enmohecido.

La planta se asfixia exigiendo cariño.

El agua ya no es suficiente.

Se presagia el naufragio. 

La pared se agrieta.

Y los rayos del sol lastiman y hieren.

 

Tu no sabrás nunca,

esfinge de nieve,

lo mucho que yo te hubiera querido

en esas madrugadas cuando tanto llueve.

 

Tu no sabrás nunca,

nunca lo sabrás, 

lo que hubiera dado por un minuto más contigo.

 

¿Por qué me abandonas en este camino?

 

Tengo mucho miedo,

de las hojas muertas,

miedo de los prados,

copados de rocío.

 

Yo me dormiré,

si no me despiertas,

dejaré a tu lado mi corazón frío.

 

 

No tengo favorito





No tengo favoritos, me cuesta.

Me incomoda pensar en aquellos seres, objetos y hechos que no lo son.

Porque conozco el sentimiento de la falta de arropo.

Es como estar sediento en medio del mar.

Pero, al mismo tiempo, sé que ser el sol de la mañana de alguien hace que me pesen los hombros. 

Por eso no tengo favoritos. 



Aunque, como rocío en mi rostro

hay personas, hechos y objetos con los que conecto,

con los que me identifico,

entonces, respiro con dificultad, espero, pienso: sí... ¡pero no!

Tomo fuerza para subirme al cuadrilátero y demostrarme que sí, sí, sí; no, no, no

 tengo favoritos

¡Rayos!


El anuncio roto


El espacio vacío, el vaso medio lleno, el final y el comienzo, la cabeza y la cola, el 1 o el 0.

Sentada en el filo de  la reja, Miranda ve  una  pequeña constelación en  el cemento  de   la  banqueta.  Está   esperando   que   llegue  el  chofer   que   le recomendó su  madre. Tiene dos  bultos enormes de  lado y lado. Se moja los labios una y otra vez, hace  figuras con sus falanges.

¡Pfff! Estoy  muy triste —Afirma, Miranda— Game  over. C´est fini. Se acabó, se acabó ¡No lo puedo creer! ¿En verdad, se acabó? Sí.

Mientra ayuda  a famoso  conductor   subir  sus   pacas,  repara  en   las sensaciones de  aquellos besos, caricias, miradas, charlas coincidentes y no. Códigos  que   simplemente  dejarán de llevarse  cabo  con  el ser  humano, ahora,  ausente.

—Soy yo—, señala con  su  mirada en  el espejo retrovisor— Soy yo la que  se va. Él... él se queda.

De  camino a  su  actual hogar,  Miranda rememora su  conversación del adiós con Germán. Está por oscurecer, aún faltan 50 kilómetros a Veracruz. Germán: —¿Por qué  tienes que complicarlo todo, Miranda? Miranda: No puedo seguir aquí, perenne en este viaje contigo. Germán: —¿Dónde  quedó el plan de ser padres? Con  absoluto  silencio  responde Miranda,   luego  de  una  prolongada  pausa: sólo solloza.


A Miranda  y  Gemán   los  separó lidiar  con  sus  circunstancias  financieras, tener que improvisar un plan B que  la llevó a mudarse de estado debido a la contingencia sanitaria, la cual los mantuvo sin verse  hacía ocho meses. Antes del   final,   que   ambos  desconocían,   la   última  vez   que   estuvieron   juntos físicamente se dieron un corto beso; ¿por qué besarse apasionadamente, si se verían horas más  tarde para  despedirse cuando Germán la alcanzará en  la Central de Autobuses? Él no llegó, el trabajo lo impidió y no volvieron a verse.

Incluso en  aquella charla donde terminaron no hubo  contacto físico, no hubo videollamada, videoconferencia, ni audios de WhatsApp. En realidad, cuando ella se mudó,  jamás hubo  de parte de ambos la necesidad de comunicarse por alguno de  estos medios. Se llamaban por celular. Al principio, todos los días, luego, tres  veces  por semana, y antes del anuncio roto  de seguir juntos hasta que uno de los dos muriera, se habían hastiado.

Miranda me ha confesado que, a veces  con resabio, hay días en que no puede creer que se terminó su relación.

Miranda —Sí,  ya  sé  que   todas las  relaciones se  terminan, ya  sé  que  no importa el tiempo invertido, ya  que yo fui la que dijo adiós, estoy  satisfecha con mi decisión, pero... sigo sin poder creerlo, sigo sin poder soltar.


Xico

Pensar en Xico. Pensar en Xico me hacía sonreír.

Si bien él se había vuelto vapor de historia, cuando me hablaba, las hojas de los arbolitos coreaban su voz, parecía que las ninfas se rendían en los brazos de los mortales, el viento se embriagaba de júbilo.

            Sobre su piel oscura, sus lunares color canela se reunían en el senado de su torso para hacer legislaciones sobre el universo, discutían sin tregua, excepto cuando hablaba el lunar Cicerón, el único que habitaba en su pecho.  Todos eran tan diplomáticos, jamás corruptos, a veces bohemios, pero siempre progresistas.  A todos ellos los conocí una tarde de noviembre en mi cumpleaños número 21. Conviví con ellos entre charlas, juegos, tazas calientes, también cervezas.

            Los ojos de Xico eran un deleite, quedaban a medio abrir cuando su amplia boca expresaba regocijo. Amaba decirle: “Xico, ojos de regalo”. Amaba cuando me miraba así, queriendo y no, dibujar una U en su rostro, evitando hacerlo para no repetírselo. Quienes lo conocían decían que sus ojos eran como el habitual café de la mañana de una oficina burocrática ¡Mentiras! Los ojos de Xico eran como el chocolate. Sustancia alimenticia que comía a puños desde niño, luego de ser trozado por su abuelita. Al convertirse en adulto lo comía frío, caliente, en bolitas, en cuadritos, en helado, en pastel, en el relleno de un caramelo macizo. Lo lamía derretido en mi vientre, entre mis muslos. Me aprovechaba de su gusto por él y por mí.

            ¡Cualquier cosa!, decíamos con desparpajo cuando a media sala del cine y sin intermedio, porque eso ya no ocurre, bajábamos hacia la salida decepcionados de la historia que habíamos elegido,  a la cual le habíamos dado una oportunidad y sólo habíamos perdido el tiempo. Nos dimos a la tarea de crear carteles de diferentes tamaños donde colocamos “frases hechas”, escenas que, para nuestro exhaustivo análisis, se rodaban sin pena ni gloria. Éramos como dos misioneros espectadores exigiendo a los guionistas, directores de todas las áreas y productores mejores formas de resolver sus tramas, sus secuencias, sus actos. No teníamos plato aborrecido, veíamos películas de diversos orígenes, géneros, duración. 

            Cuando hallábamos una joya—sin importarnos más que nuestra propia razón— la celebrábamos imitándola. Así fue como nos besamos una y otra vez en blanco y negro, bajo la lluvia, él sobre mí, diciendo lo que no decíamos con la mirada, mientras al fondo escuchábamos la música de Ennio Moriccone, al tiempo que corríamos a una butacas improvisadas como si estuviéramos nuevamente en una sala de cine; otro día lo hacíamos cenando un espagueti, su boca en el extremo izquierdo, la mía en el derecho hasta llegar al centro. 

        Así fue como en una apuesta a diez segundos de zarpar la fastuosa embarcación lo volvía a reconocer, bailé con él sobre una mesa, bebí con él cerveza caliente, lo invité a una fiesta, le pedí que se colocará al pie de la escalera para verme bajar temerosa de no representar bien la escena, luego lo dibujé, lo dibujé porque sí. Recorrí sus orillas, sus huecos, sus vértices, sus cicatrices; volví a contar sus lunares hasta llegar a su pubis donde puse especial decoro a mi pulso para representar su miembro, al principio laxo, luego de unos instantes de este juego lo opuesto: henchido. Ambos flotábamos al dulce encanto del hundimiento. Antes de su inasible partida, antes de dejar esquirlas en las esquinitas de mis huesos, antes de convertirme en un río.

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